La luz me ciega y apenas puedo mantener los ojos
abiertos. Alguien me dice que debería quedarme unos minutos más en la entrada de
la mina para ir habituándome. Es justo lo que necesito. Sentarme y descansar,
ordenar mis ideas, quizá llorar un poco.
Les pido
a todos que me dejen solo. Los sanitarios protestan y dicen que deben
examinarme cuanto antes pero al ver la expresión de mis ojos ceden y se van.
Otra vez solo, sin un ruido a mi alrededor, como
durante todos estos días. Pero ahora es difer ente,
ya no noto esa sensación cálida y confortable que antes me arropaba. Apenas
unos minutos en la superficie y de nuevo la tristeza, la congoja, la melancolía…
mis malditas compañeras de viaje. Se fue esa serenidad del que sabe que lo
único que debe hacer ya es echarse a dormir y sonreír por el trabajo bien hecho.
Esta soledad es difer ente.
No me arrulla ni susurra que no hay nada que temer, que se acabó el sufrimiento.
Por fin, brota el llanto: rabioso, resignado. Me
muerdo el puño y trato de ahogar los sollozos para que no se oigan desde fuera.
Ahora sí me encuentro desamparado. Ahora sí tiemblo ante un destino incierto.
Cierro los ojos y recuerdo el momento del
derrumbe, el desconcierto de los primeros minutos; y la angustia de después, cuando
empezamos a darnos cuenta de que no íbamos a salir vivos de allí. No somos héroes,
todos nos vinimos abajo: gemimos, golpeamos las paredes, escarbamos con las manos,
suplicamos a Dios, le maldijimos a gritos... Yo lloraba en silencio, sentado en
un rincón, apartado del grupo. Al fin y al cabo, nunca había llegado a sentirme
muy integrado. Los demás eran todos fijos pero yo estaba contratado solo por un
par de meses, el tiempo justo de entibar aquella maldita galería. Recostado
sobre una viga, pensaba en mi mujer y en mi niño, en qué iba a ser de ellos.
Desde que llegamos de Bolivia, habíamos ido consiguiendo a duras penas el dinero
justo para comer, vestirnos y pagar -siempre con retraso- el alquiler de
nuestro cuartucho. No lograrían salir adelante.
Al verme separado del grupo, Bruno, un chico
amable y risueño, el único con el que había cruzado más de tres frases, vino a
ver cómo me encontraba. Compartimos un cigarrillo y conversamos un rato sobre los
temas más banales: quién iba a ganar el torneo Clausura, si el carbón chileno podría
competir con el chino, cuál de las secretarias del jefe te dejaría más exhausto
en la cama... A la vez, nos vino a la mente Daniela, la gorda de las tetas
enormes y, de improviso, los dos estallamos en una carcajada. Después, Bruno dio
otra calada al cigarrillo. Al menos -dijo- nos vamos sabiendo que nuestras
familias podrán salir adelante sin nosotros. Yo le miré perplejo. Me contó que
la empresa tenía un seguro por accidente para todos los trabajadores, incluidos
los eventuales, y que las cifras por fallecimiento eran astronómicas. Al oírle,
sentí que se me paraba el corazón. ¡María y el niño iban a sobrevivir! No sólo eso,
iban a vivir mejor que nunca. Apenas podía creerlo. Siempre me había sentido
culpable por arrastrarles tras de mí de ciudad en ciudad, malviviendo con
cuatro cuartos. Pero ahora, de repente y de la forma más insospechada, una luz brillaba
ante nosotros. O al menos ante mí. O al menos para ellos. Tuve que apartar la
cara para que Bruno no viera mi sonrisa. Tener que llegar a un agujero como este
-pensé- para ver por fin luz al fondo del túnel.
Durante el resto del encierro, los compañeros se
admiraban de la entereza con que afrontaba yo nuestra situación, a pesar de estar
siempre solo. Ya ni Bruno venía a verme salvo de vez en cuando, para traerme mi
ración de agua o ver si seguía vivo. Yo sonreía y disfrutaba de aquella serenidad.
Había cumplido mi papel. Había cerrado mi ciclo. Por fin podría descansar
tranquilo sabiendo que los míos no volverían a pasar hambre ni yo vergüenza.
Por fin sentía que tanto sufrimiento iba a haber servido para algo.
Ahora me encojo en este banco, hundo la cabeza
entre mis manos y pienso en los ojos de mi niño ahí fuera, buscándome entre la
multitud, brillando por el ansia de volver a verme. Y los míos se llenan de
lágrimas. Qué cerca he estado de acabar con su miseria. Con qué sonrisa habría
entrado yo donde carajo sea que entra uno cuando al fin revienta, si supiese
que Sebastián tiene ya el balón de cuero que pide siempre a Papá Noel o los hierros
para los dientes que nunca pudimos ponerle.
Cierro los ojos y pienso en el túnel que acabo
de dejar atrás, en su confortable silencio. En cómo, sin quererlo, me veo
obligado a entrar en uno mucho más pavoroso e inhóspito. Pienso en la luz que
me brindó la oscuridad. En si soportaré la oscuridad que me trae ahora la luz. Me
enjugo las lágrimas. Aliviado por tener una buena excusa para ello, me pongo
las gafas de sol y respiro hondo. Luego me incorporo y salgo al exterior.
Santiago García Sanz, hijo de Celso Peyroux,
en el 5º Encuentro de Escritores de la Mina
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