El viento y la lluvia de los últimos días han dejado
desnudos los álamos. En otros árboles tiritan las últimas hojas y un viento
fresco baja del Naranco. (“…El otoño cruzaba/ las colinas de débiles temblores…
Ángel González). Como siempre, mucho ruido de coches y las gentes de “la
heroica ciudad” caminan deprisa hacia sus casas en busca del almuerzo.
Faustino Fernández Álvarez, periodista
Una calle. (“…y las calles que anduve paso a paso…” A. G.).
La de Campomanes con su grotesca y corpulenta estatua en bronce, allí donde
comienza El Campillín. Qué cantidad de metal desperdiciado. La camino todos los
días y siempre paso por debajo del mirador donde vivía Faustino y ahora lo
hacen Luisa y Pin en soledad sonora y ausencia del hombre amado. Algunas veces
me fijo en el ventanal por si detrás de las cortinas pudiera un día vislumbrar
la sombra del amigo perdido entre el humo de su pipa y la barba del color de
las hojas bermejas del hayedo.
Como si fuera un poema, llevo en la mente la última nota que
me escribió, con mano enfer ma, temblorosa y
sincera, una semana antes de irse de nuestro lado para siempre: “Querido Celso:
Muchas gracias por tu artículo de hoy y por todo cuanto fuimos. Siempre te he
sentido cálidamente amigo y siempre supimos el uno del otro. Y además nos
Ángel González con su esposa Susana y varios amigos.
queremos desde hace al menos cuarenta años. Un abrazo muy
fuerte.” Faustino Efe Álvarez hacía alusión a un artículo dedicado a él y a
Manolo Linares por tierras del occidente y publicado en LA NUEVA ESPAÑA.
Leo a menudo al poeta ovetense -con quien tanto quería- y la
entrevista profunda en una conversación que Fausto había tenido con Ángel pocos
meses después de concedérsele el “Premio Príncipe de Asturias de las Letras,
1985 en la que hablaba de la soledad del hombre y del poeta: “…Queda quizá el
recurso de andar solo,/ de vaciar el alma de ternura,/ y llenarla de hastío e
indifer encia,/ en este tiempo hostil propicio
al odio…” Poco después sería publicada junto a una antología del poeta bajo el
patrocinio de Pepe Cosmen, que tanto me falta. Un año ya de su último viaje y
aun tengo su sonrisa ante mi.
En la Plaza San Miguel, me encuentro con Alberto Polledo; el
mejor librero, pluma exquisita, buen caminante de auroras y crepúsculos,
humanista y mejor amigo. El afecto y las sonrisas de siempre y una promesa que
hube de jurar allí mismo: “Tienes que escribir más -me dice- y aquí y ahora me
lo juras como cuando lo hacíamos de niños”.
Alberto Polledo y varios amigos el triste día en el que
cerró sus
puertas para siempre la Librería Santa Teresa.
Así lo hice dándole a entender, no obstante, que poco o nada
había que escribir bajo el sol del otoño o en cualquier tiempo porque todo
estaba escrito ya. Camino de medio siglo de renglones derechos y torcidos,
luces y sombras, crónicas y denuncias (campo, mina, asuntos sociales, desatinos
municipales), artículos con el verbo del poema a flor de piel, entrevistas a
mis druidas queridos que se fue llevando el viento del otoño, novelas y guías
de turismo, poemas y ensayos, prólogos y confer encias,
recitales… poco queda. (“…Y a última hora no quedaba nada…” A. G.), o también
“…después de tanto todo para nada…”, en un verso de José Hierro.
Otra calle. La de Luis José de Ávila. (“…Cuando el viento/
se adueña de las calles de la noche…” A.G.). Con qué regocijo recibí la noticia
en la prensa: “Una calle para <el guardián> de historias” titulaba mi
periódico. Siento no haber podido unirme a los muchos amigos que se reunieron
en La Florida.
Habían reclamado mi presencia desde Candás y Riosa sumándome
a los actos en contra de la violencia de género, para presentar el “Llanto de
las amapolas” de Antonio Villar Ramos (comandante de la Guardia Civil); un
poemario exquisito de rebeldía y denuncia contra los agresores de las mujeres.
Por las páginas -tan bellas como dolorosas del poemario- como por el autor y el
día consagrado a esta terrible lacra, me volqué, con todas mis fuerzas, para que ambas veladas resultaran del agrado de
los asistentes y sirvieran para concienciar a una sociedad que no acaba de
revelarse contra ésta y otras injusticias.
Periodista comprometido, amigo y humanista. La “Voz” de Las
Asturias escrita en el diario que dirigió durante varios años. Siempre estuvo
abierta la puerta de su despacho para acogerme con su sonrisa y bonhomía. En LA
HOJA DEL LUNES salían a menudo noticias de mis valles y en los bajos de General
Elorza también estaba a mi disposición una Olivetti para escribir la crónica y
maquetar la página con una o varias fotografias. Tantos años juntos que ya ni
me acuerdo cuántos suman.
Nuestro penúltimo encuentro formando mesa para la
presentación de mis experiencias y crónicas en el Caribe: “Haití mon amour” en
el Club de Prensa: “…Y del Peyroux comprometido y dinamizador con su pueblo, a
conocer las miserias del país más pobre del mundo…”, recordando una frase de su
exposición. El último, su felicitación efusiva y abrazo al conseguir la comunidad
vecinal de Teverga el premio como “Pueblo ejemplar”
La Florida florece en el otoño con las calles dedicadas a
los periodistas y escritores. Noble, comprometida, bella y difícil profesión
ésta
de la jungla del papel diario. Orlando Sanz es otro de ellos
y me congratulo de ver su nombre en bronce para indicar que es su calle.
Evaristo Arce y Orlando Sanz fueron mis protectores y maestros cuando daba mis
primeros pasos –cuajados de ilusión y de dudas- en LA NUEVA ESPAÑA a finales de
la primavera del “sesenta-y-ocho”. Su “León riente”, tomado de la escultura
pétrea que monta guardia a la entrada de la Casa Consistorial de Vetusta,
dejaba todos los días el pulso irónico y veraz de la benemérita cciudad.
También se han acordado de los cronistas. ¡Resulta raro!
Olvidados vituperados y si pudieran amordazados. Asturias sin cronista, y así
cincuenta concejos más. ¡Qué torpeza de políticos! Al fin una luz en el
horizonte y una calle bien merecida -por el camino que
conduce al molino de Flora- para una buena amiga, cálamo bien tajado y mujer
profunda: Carmen Ruiz-Tilve, con quien tanto quiero.
Cuando estas líneas -escribo para complacer a Alberto
Polledo y a otros lectores amigos- me comunican la muerte de Manolo Virginia.
Cuántas lágrimas mejillas abajo sin saber cómo retenerlas. Profesor,
contertulio, enciclopedia abierta, comunicante veraz de la historia de Teverga
y compañero del alma por quien sufro en estos momentos como lanzada abierta en
un costado.
Cuatro calles, varios amigos y la firme promesa de mantener
vivo el recuerdo, el encuentro de estas amistades tan queridas y la palabra
escrita.
En Vetusta, las gentes continúan caminando, como la vida
misma por la senda del misterio. (“…El viento se lleva/ silbando/ las hojas de
los árboles…” A. G.), pero después del invierno volverá de nuevo el milagro de
la primavera y el vencejo azul, como todos los años, hará su nido en el desván
de mi vetusta casa.
Teverga, Celso Peyroux
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