cuando ellos fueron dioses
hermanos de la madre Gea,
muriendo de silicosis
en lo más profundo de oscuros valles
que algún día fueron marea
de verdor y naturaleza.
Sus manos son duras como las piedras
que durante toda su vida han picado
y sus hijos no tienen más futuro
que un mísero subsidio de paro.
Como mudos testigos de un glorioso pasado,
montañas de negro
escombro observan
impasibles
cómo la vieja fábrica se oxida,
derrumba,
descompone y olvida;
cómo los aguerridos guerreros,
que con fuertes brazos y tiernos
corazones trabajaban en ellos,
mueren sin nombre
y cómo sus hijos huyen
allá lejos donde el acero
y el cristal impiden ver el horizonte
y un ejercito de termitas van de acá para allá
esclavos de un ritmo que la vida impone
día y noche.
Pobres fantasmas,
atrapados bajo toneladas
de carbón y de pizarra,
sepultados para siempre
por la piedra que más pesa:
la piedra del olvido
de una sociedad que no tolera su existencia.
Les ha colocado sobre sus cráneos
cascos de piedra, aplastando su trabajosa respiración,
castigos de piedra para el infierno
de allá abajo
donde el polvo y el grisú se les agarraba
a los pulmones y el corazón.
Y ahí quedaron para siempre las invencibles montañas que allí estaban mucho antes de que todo empezara, que han sido horadadas en busca del valioso fruto de su corazón y que ahí seguirán aún cuando el huracán del tiempo haya barrido todo vestigio de actividad minera de la faz de la tierra.
Cuando mis pies adentran mi caminar en las selváticas montañas que circundan esta mi amada patria, me conmuevo al encontrarme con algún viejo jubilado paseando por entre los destartalados raíles que emergen de la hierba montañosa, raíles que él observa con lágrimas en los ojos recordando como de joven acompañaba el duro trabajo de las mulas que por vagones cargados con el azabache mineral tiraban, tiempos en los que, al igual que las bestias, él aguantaba el yugo del patrón. Y, cuando yo veo esos raíles, lloro de rabia al darme cuenta de mi estupidez por haber tardado tanto en nacer y haberme perdido el grandioso espectáculo de ver a la máquina escupiendo humo al cielo gris mientras traía tras de sí una hilera de vagones como si de una oruga se tratara; mis ojos no pudieron seguir su rostro a través de los montes nevados al igual que hacía los ojos de mi madres como tantas veces ella me ha recordado.
¡Qué triste ver los solitarios y oxidados castilletes diseminados a lo largo de toda la ribera del río que desciende por el valle! ¡Qué triste pensar que nos robaron nuestras aguas cristalinas prometiéndonos el Edén económico! Todas esas ganancias se fueron muy lejos de aquí. ¡Qué triste pensar que ahora nos roban lo poco que nos quedaba dejando nuestra historia congelada, perdida y difusa en retorcidos hierros oxidados! Se les ha olvidado que este valle y sus gentes les hicieron rico.
Nos lo pagan con el más afilado y cortante
de los olvidos
mientras minas
los hombres, los ruidos
se desmoronan hasta no quedar nada de ellos
hasta no quedar nada de nuestro pasado,
hasta no quedar nada de nosotros...
¡Hasta no quedar nada!
Fernando Barreiro Fernández
con la colaboración de Alexia Yagüe Redondo (1º bach. IES Valle de Turón)
Actas del Primer Encuentro de Escritores de la Mina
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