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martes, 16 de diciembre de 2014

Teverga, minas y recuerdos veinte años después, Celso Peyroux

El cierre de HULLASA condeno al éxodo a toda una comarca

Hace veinte años se cerraban las minas de HULLASA después de más de un siglo -con diferentes nombres de empresarios: belgas, vascos, catalanes, municipales…- desde que se perforara la primera bocamina en el valle de Santibáñez.
Más de setecientos obreros; diferentes capas y pisos en explotación; un pozo vertical que resultó pequeño; locomotoras arriba y abajo camino de Trubia para llevar el carbón; más locomotoras para el arrastre local de Las Garbas y La Cruz; transporte por carretera una vez desmantelado el tren -sin dejar un mínimo vestigio de lo que fue la dura vida en las vías-; miles de toneladas de mineral hacia los hornos altos de un sitio y de otro; el motor económico de los valles del Trubia y sobre todo el dolor y el duelo por las decenas de mineros que murieron durante todos estos años cuya memoria quedará siempre entre nosotros.
En junio de mil novecientos sesenta y ocho fue mi primer contacto con el interior de una mina de carbón. Con las de hierro, en lo lagos de Somiedo, lo había sido siete años atrás cuando con varios compañeros de Teverga pasé por una de las experiencias más ricas de mi vida; la de ser minero a los diecisésis años durante cinco meses en un infierno bajo cero sacando el rojo mineral de una montaña como si fueran las vísceras de un buey abierto en canal.
HULLASA, la empresa carbonera de Teverga, con unos quinientos trabajadores, por aquel entonces, ya lo estaba pasando muy mal por las muchas razones que todos sabemos, entre otras: la negativa de ser integrada en HUNOSA y la incertidumbre en conocer quién era en realidad el dueño, aunque sí se sabía que la Administración central corría con la correspondiente subvención anual para paliar la falta de rentabilidad de la empresa. La suerte parecía echada y de nada sirvieron las masivas manifestaciones, protestas, encierros  y días de lucha con “eslóganes” como el de: “Teverga no quiere morir”, porque, en efecto, el cierre de las minas condenaba al éxodo a cientos de familias en busca de otros horizontes como así ocurrió.
Un  mal día para el concejo llegó un empresario leonés -de cuyo nombre no quiero acordarme, Victorino Alonso- con varias ideas y proyectos -incluido un pozo fantasma inclinado que se quedó a medias- hasta que -con la tapadera de las ridículas explotaciones de Cuña- las minas se acabaron cerrando tiempo después. Si aquel empresario -de dudosa interpretación- se había aprovechado de la coyuntura del momento, del dinero, a fondo perdido, aportado por la Administración y de las oscuras circunstancias de la capa “quinta”, el Gobierno de la época dejó bastante que desear dando aliento y los “cuartos” de los españoles a una entidad de pacotilla montada para llevarse las subvenciones y preparar el cierre definitivo. Era lo que se llamaba el “pelotazo” contundente: Llegué, vi, vencí y me fui.
Lo cierto es que a finales de aquella primavera del “sesenta y ocho” -tan renombrada por el mayo francés: “La imaginación al poder” y otros acontecimientos- me dispuse a tomar conciencia del conflicto de HULLASA y la mejor manera era desde dentro de la mina.
Por la bocamina de La Cruz de Santianes, principal ubicación de los yacimientos, me adentré por el transversal de la “Primera” hasta llegar a la planta “Cero” del pozo San Jerónimo. Iba en compañía de varios artilleros: Paco, el de Siso, Ramón Zaragoza y José, el de María Fausta, entre otros que procederían a dar las “pegas” por diferentes puntos de las tres plantas y del “Grupo de Campiello”.
Llegados a la caña del pozo, regresé sobre mis pasos, en esta ocasión solo, y a la salida hice mil y una preguntas sobre el momento difícil por el que estaba pasando la empresa. De allí salió mi primer reportaje minero -a toda plana- para LA NUEVA ESPAÑA: “Hullasa se vende por una peseta”. Un trabajo que se hizo en colaboración con el buen redactor Evaristo Arce donde reflejaba que: “Un joven universitario en busca de la verdad y del tiempo perdido”, deseaba saber todo cuanto ocurría en las explotaciones. También escribía sobre la solidaridad de don Gabino Díaz Merchán con los mineros y la experiencia del arzobispo de Oviedo bajando por primera vez a un pozo minero.  
La segunda entrada, la más provechosa, la hice dos años después. En aquella ocasión hacía de guía el “vigilante primera” Antonio González y nos acompañaba su sobrino Javier Terente. Lámpara de frontal y muchos ánimos, hicimos la subida por un sendero hasta el piso de Santa Marta, justo debajo de la capilla, donde Toni Calzón peleaba con un frente de escasa potencia porque la capa ya estaba tocando el césped de los pastizales. Y allá que nos sumimos en las entrañas de la tierra con Antonio que nos iba señalando todo cuanto nos salía al paso por las diferentes “ramplas” de mamposta en manposta. Me fui encontrando con gente conocida en sus diferentes puestos; entre otros a Pepe Mauleón que “posteaba” una “llave”; granadino profundo, con quien me unía una entrañable amistad y a quien recuerdo de manera frecuente. Era toda una delicia verle manejar el hacha y colocar la madera para sujetar un techo.
Del “Paquete de Campiello” al pozo San Jerónimo para seguir bajando de madera en madera bajo las enseñanzas atentas de Antonio que conocía todos los secretos de la mina: aquí un “repuelgo”; allí la manguera que alimentaba el martillo; en el techo un “costero” peligroso; más abajo las chapas de hierro para que el carbón se deslizara; en un rincón me mostraba donde anidaba el veneno asesino del gas metano con la ayuda de un grisómetro; la “sobreguía” y en fin la “guía” por donde caminaba la capa y los “caballistas” arrastrando los vagones con sus mulas. Vayan estas líneas como homenaje póstumo veinte años después de su muerte.
En la “Novena-sur”, un encuentro inesperado con el amigo y recordado Ramón Argüelles -el primer alcalde minero del concejo- que, pidiéndole el martillo a un picador, me permitió “regar” el carbón durante varios minutos. Era el “vigilante” de aquella capa y su presencia y conocimiento de la mina estaba por todas partes. Hombre laborioso, prudente y cabal a quien Teverga recuerda en un bello busto de bronce erigido al lado de la Colegiata.
De todo cuanto fue la minería con sus múltiples capas a flor de tierra por un valle y por otro, con más de un centenar de hombres, ya no queda nada: Bienvenida, Ventana, La Bonita, El Pisón, Las Furmigas, la Verde, La Fabariega…  solo permanece el recuerdo.  
Veinte años desde entonces y acudimos con gusto a ver como Teverga  -al igual que el ave Fénix- resucita de sus cenizas con la ayuda de todas y de todos. Teverga es, en estos momentos, una comunidad vecinal solidaria y emprendedora capaz de conseguir las metas más difíciles. Varias asociaciones trabajan codo con codo para entre todos hacer un mundo mejor, más justo y, sobre todo, pasar los nobles principios a las generaciones venideras.
El carbón -tan unido a nosotros como nuestra propia sombra- fue reemplazado por proyectos, destinos turísticos y culturales, entre otras muchas iniciativas, aunque perdurará por muchos años la nostalgia de aquello que fuimos y la epopeya industrial, humana y social más profunda del siglo pasado de nuestros valles.
           Celso Peyroux

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