Hace veinte años se
cerraban las minas de HULLASA después de más de un siglo -con difer entes nombres de empresarios:
belgas, vascos, catalanes, municipales…- desde que se perforara la primera
bocamina en el valle de Santibáñez.
Más de setecientos
obreros; difer entes capas y pisos en explotación; un pozo vertical que resultó
pequeño; locomotoras arriba y abajo camino de Trubia para llevar el carbón; más
locomotoras para el arrastre local de Las Garbas y La Cruz; transporte por
carretera una vez desmantelado el tren -sin dejar un mínimo vestigio de lo que
fue la dura vida en las vías-; miles de toneladas de mineral hacia los hornos
altos de un sitio y de otro; el motor económico de los valles del Trubia y sobre
todo el dolor y el duelo por las decenas de mineros que murieron durante todos
estos años cuya memoria quedará siempre entre nosotros.
En junio de mil
novecientos sesenta y ocho fue mi primer contacto con el interior de una mina
de carbón. Con las de hierro, en lo lagos de Somiedo, lo había sido siete años
atrás cuando con varios compañeros de Teverga pasé por una de las experiencias
más ricas de mi vida; la de ser minero a los diecisésis años durante cinco
meses en un infierno bajo cero sacando el rojo mineral de una montaña como si
fueran las vísceras de un buey abierto en canal.
HULLASA, la empresa
carbonera de Teverga, con unos quinientos trabajadores, por aquel entonces, ya
lo estaba pasando muy mal por las muchas razones que todos sabemos, entre otras:
la negativa de ser integrada en HUNOSA y la incertidumbre en conocer quién era
en realidad el dueño, aunque sí se sabía que la Administración central corría
con la correspondiente subvención anual para paliar la falta de rentabilidad de
la empresa. La suerte parecía echada y de nada sirvieron las masivas
manifestaciones, protestas, encierros y
días de lucha con “eslóganes” como el de: “Teverga no quiere morir”, porque, en
efecto, el cierre de las minas condenaba al éxodo a cientos de familias en
busca de otros horizontes como así ocurrió.
Un mal día para el concejo llegó un empresario
leonés -de cuyo nombre no quiero acordarme, Victorino Alonso- con varias ideas
y proyectos -incluido un pozo fantasma inclinado que se quedó a medias- hasta
que -con la tapadera de las ridículas explotaciones de Cuña- las minas se acabaron
cerrando tiempo después. Si aquel empresario -de dudosa interpretación- se
había aprovechado de la coyuntura del momento, del dinero, a fondo perdido,
aportado por la Administración y de las oscuras circunstancias de la capa
“quinta”, el Gobierno de la época dejó bastante que desear dando aliento y los
“cuartos” de los españoles a una entidad de pacotilla montada para llevarse las
subvenciones y preparar el cierre definitivo. Era lo que se llamaba el
“pelotazo” contundente: Llegué, vi, vencí y me fui.
Lo cierto es que a
finales de aquella primavera del “sesenta y ocho” -tan renombrada por el mayo
francés: “La imaginación al poder” y otros acontecimientos- me dispuse a tomar
conciencia del conflicto de HULLASA y la mejor manera era desde dentro de la
mina.
Por la bocamina de
La Cruz de Santianes, principal ubicación de los yacimientos, me adentré por el
transversal de la “Primera” hasta llegar a la planta “Cero” del pozo San
Jerónimo. Iba en compañía de varios artilleros: Paco, el de Siso, Ramón
Zaragoza y José, el de María Fausta, entre otros que procederían a dar las
“pegas” por difer entes puntos de las tres plantas y del “Grupo de Campiello”.
Llegados a la caña
del pozo, regresé sobre mis pasos, en esta ocasión solo, y a la salida hice mil
y una preguntas sobre el momento difícil por el que estaba pasando la empresa.
De allí salió mi primer reportaje minero -a toda plana- para LA NUEVA ESPAÑA:
“Hullasa se vende por una peseta”. Un trabajo que se hizo en colaboración con
el buen redactor Evaristo Arce donde reflejaba que: “Un joven universitario en
busca de la verdad y del tiempo perdido”, deseaba saber todo cuanto ocurría en
las explotaciones. También escribía sobre la solidaridad de don Gabino Díaz
Merchán con los mineros y la experiencia del arzobispo de Oviedo bajando por
primera vez a un pozo minero.
La segunda entrada,
la más provechosa, la hice dos años después. En aquella ocasión hacía de guía
el “vigilante primera” Antonio González y nos acompañaba su sobrino Javier
Terente. Lámpara de frontal y muchos ánimos, hicimos la subida por un sendero hasta
el piso de Santa Marta, justo debajo de la capilla, donde Toni Calzón peleaba
con un frente de escasa potencia porque la capa ya estaba tocando el césped de
los pastizales. Y allá que nos sumimos en las entrañas de la tierra con Antonio
que nos iba señalando todo cuanto nos salía al paso por las difer entes “ramplas” de mamposta
en manposta. Me fui encontrando con gente conocida en sus difer entes puestos; entre otros a Pepe
Mauleón que “posteaba” una “llave”; granadino profundo, con quien me unía una
entrañable amistad y a quien recuerdo de manera frecuente. Era toda una delicia
verle manejar el hacha y colocar la madera para sujetar un techo.
Del “Paquete de
Campiello” al pozo San Jerónimo para seguir bajando de madera en madera bajo
las enseñanzas atentas de Antonio que conocía todos los secretos de la mina:
aquí un “repuelgo”; allí la manguera que alimentaba el martillo; en el techo un
“costero” peligroso; más abajo las chapas de hierro para que el carbón se
deslizara; en un rincón me mostraba donde anidaba el veneno asesino del gas
metano con la ayuda de un grisómetro; la “sobreguía” y en fin la “guía” por
donde caminaba la capa y los “caballistas” arrastrando los vagones con sus
mulas. Vayan estas líneas como homenaje póstumo veinte años después de su
muerte.
En la “Novena-sur”,
un encuentro inesperado con el amigo y recordado Ramón Argüelles -el primer
alcalde minero del concejo- que, pidiéndole el martillo a un picador, me
permitió “regar” el carbón durante varios minutos. Era el “vigilante” de
aquella capa y su presencia y conocimiento de la mina estaba por todas partes.
Hombre laborioso, prudente y cabal a quien Teverga recuerda en un bello busto
de bronce erigido al lado de la Colegiata.
De todo cuanto fue
la minería con sus múltiples capas a flor de tierra por un valle y por otro,
con más de un centenar de hombres, ya no queda nada: Bienvenida, Ventana, La
Bonita, El Pisón, Las Furmigas, la Verde, La Fabariega… solo permanece el recuerdo.
Veinte años desde
entonces y acudimos con gusto a ver como Teverga -al igual que el ave Fénix- resucita de sus
cenizas con la ayuda de todas y de todos. Teverga es, en estos momentos, una
comunidad vecinal solidaria y emprendedora capaz de conseguir las metas más
difíciles. Varias asociaciones trabajan codo con codo para entre todos hacer un
mundo mejor, más justo y, sobre todo, pasar los nobles principios a las
generaciones venideras.
El carbón -tan
unido a nosotros como nuestra propia sombra- fue reemplazado por proyectos,
destinos turísticos y culturales, entre otras muchas iniciativas, aunque
perdurará por muchos años la nostalgia de aquello que fuimos y la epopeya
industrial, humana y social más profunda del siglo pasado de nuestros valles.
Celso Peyroux
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