Nuestro socio, Celso Peyroux, nos envía otra crónica desde Haití. Viene acompañada de una imagen del fotografo Álvaro Fuente de Noreña.
"Se encuentra a unos diez kilometros de la Puerto Príncipe. Le llaman al lugar el valle de Saint Cristoph. El alma se encoge al llegar al flanco de colina donde miles de cruces negras de madera señalan el camposanto. Bajo los pies del caminante -que se arrodilla y eleva una plegaria- yacen los cuerpos de trescientos mil hombres mujeres y niños. Fueron las víctimas del temblor que la tierra se tragó llevándose por delante a familias enteras. Las de los niños son más pequeñas. El sol de la mañana, aun poco alto, hace que las sombras de las cruces se proyecten como fantasmas silenciosos. El lugar no está cuidado. Una buena parte de las cruces están rotas y esparcidas por el suelo. El viento o las aguas que bajan de las cumbres las han llevado a su antojo de un sitio para otro. Pero los cuerpos están tan solo a unos palmos de nuestros pies. Allí soterrados para siempre. Recuerdo el cementerio marino de Luarca, aquel del poeta francés o el de los soldados de Normandía muertos por una noble causa. La libertad suprema del hombre. Aquí, en estas tierras de nadie y de todos, los haitianos, pobres, pero dignos, con hambre pero alegres, descalzos pero con los ojos puestos en la esperanza, vivían “sin vivir en mí” viendo pasar los días y a la espera de tiempos mejores. La naturaleza no entendió su gozo de vivir y tembló bajo sus pies llevándose consigo cuerpos y almas. La brisa caribeña guarda luto y mece con dolor las palmeras y las papayas. En un mar apacible pero dolido, sobre una humilde barca unos pescadores intentan la pesca milagrosa que nunca llegará. ¡Que reine siempre la paz en el sacro lugar! ¡Nawué! (Nos vemos)."