Cuando uno de nuestros conciudadanos fracasa una vez más en otro de sus habituales y desorganizados intento de "autoempadronarse" en la eternidad, suele decirse con mal encubierta envidia, teñida de un poquito de admiración: este tipo tiene más vidas que un gato.
Si los chinos comen con palillos, los ingleses conducen por la izquierda y los esquimales habitan en casas construidas con bloques de hielo, el rasgo identificador de quienes nacimos en suelo ibérico es la envidia. (Si alguno de ustedes no está de acuerdo con la última afirmación, puede dirigir su protesta personal a Fernando Díaz Plaja, autor de "El español y los siete pecados capitales")
Debemos reconocer, no obstante, que, a pesar de las evidentes contrariedades, problemas y dificultades de todo orden inherente al normal ejercicio de vivir, todos desearíamos disponer de más de una vida.
Parecería lógico, pues, creer que las personas más envidiadas deberían ser aquellas que, por una u otra razón, han vivido más de una vez o, por extensión, han adquirido un número tan elevado de experiencias que sería imposible reunir en el corto periodo de duración de una sola existencia.
Sin embargo, no es así.
Yo mismo, sin ir más lejos, carezco de indicios razonables de que se me tenga envidia.
Y debería tenérseme, pues he vivido muchísimas vidas.
Recordando ahora, un tanto apresuradamente, con Cousteau, he descendido a las profundidades del mar. He viajado en trineo por las heladas tierras del Norte, acompañando a London. He sido testigo del holocausto judío, al lado de Uris. Asistí, junto con Michener, al nacimiento de la isla volcánica que, más tarde, se llamaría Hawai.
En la guerra del 14, seguí la ambulancia que conducía a Hemingway por las polvorientas riberas del Piave. Con Dante, visité el infierno, el purgatorio y el paraíso. Durante cinco semanas, volé en globo capitaneado por Verne.
Ascendí a la cota más alta del Himalaya en la expedición de Hillary. De la mano de Maugham, disfruté de la idílica paz de las islas polinésicas.
Conozco al dedillo los bajos fondos de París que me fue descubriendo el comisario Maigret.
Tagore me fue iniciando en las sutilezas del alma hindú. Siguiendo a Palacio Valdés, descubrí "la aldea perdida".
Y, en fin, acompañado, instruido, orientado y aconsejado por muchos otros, remonté el Amazonas, fui corresponsal en Corea, trabajé en el laboratorio de los Curie, cacé en África, navegué el Kontiki, soporté la explosión de Hiroshima, presencié la ejecución de Luis XVI, luché contra los franceses a las órdenes del Empecinado, escuche los comentarios de la sociedad americana con ocasión del escándalo Watergate.
Hice estas cosas y muchas, muchísimas que no escribo para no cansar al lector.
Ahora, pensando en todo lo que vi y oí, caigo en la cuenta de que mis discretos mentores jamás expresaron una queja ante mis repentinos cambios de humor, prestándose siempre, sin un mal gesto, a comenzar, suspender o reanudar la tarea emprendida.
Además, he de admitir que todas estas experiencias las he adquirido viviendo una vida sin riesgos, ajena a las inclemencias del tiempo y a las incomodidades propias de cualquier viaje. Descalzo y en mangas de camisa, durante el verano. Escuchando el murmullo del mar en una playa, o en casa, cómodamente sentado en una butaca, con la música de fondo de Tchaikkovsky.
Hace años Somerset Maugham escribió: "El viajero inteligente viaja sólo en alas de la imaginación"
Y, ¿como podemos viajar con la imaginación? La respuesta a esta pregunta es breve y sencilla. Se la ofrezco gratis: leyendo.
Si, es cierto. La lectura nos hace vivir intensamente. No hay libro, por poco afortunado que sea, que no nos enriquezca.
Probablemente sea la inversión en libros la única que proporciona una alta rentabilidad, dividendos diarios, prácticamente a perpetuidad y exenta de la declaración al Ministerio de Hacienda, y, para redondear la cosa, su transmisión patrimonial resulta totalmente libre de impuestos.
Reflexiones en clave de fa, Oviedo, 1986
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