Sirva esta historia de emocionado homenaje a todos aquellos que dejaron la vida en los tajos; y a todos los valientes que, en brava pelea contra la muerte, metiéndole miedo al miedo, acudieron al rescate.
Apoyado contra la pared de la casa de baños Juan
Matías aspiraba con ganas el humo del primer cigarro, un "Celtas"
amargo y humilde que le sabía a gloria tras la especialmente dura jornada de
aquel día. En los ojos y en las uñas conservaba la orla oscura y grasa de polvo
de carbón que el jabón no pudo quitar. Había dado un coladero y todavía, a
pesar de la ducha tibia y reconfortante, sentía los pulsos alterados y los
brazos entumecidos por el traqueteo del martillo, su metálico e inseparable,
ruidoso e infernal compañero de tajo. Enfundado en el traje azul mahón de ir y
venir a la mina, sostenía entre los dedos índice y corazón el pitillo mientras
esperaba que otro picador, su amigo, terminase de vestirse para emprender
juntos, como todos los días, el regreso a casa compartiendo la alegría de
vivir, que es más luminosa cuando se han pasado siete horas entre las obscuras
entrañas de la tierra.
En el bolsillo izquierdo de la chaqueta iba
envuelto en papel de periódico un poco de pan sobrante del bocadillo, grasiento
de tortilla y salpicado de partículas de carbón, que los guajes compartirían
cuando llegase a casa; extraño manjar impregnado con olor a mina, incertidumbre
de minero y cariño de padre. Era como llevarles a sus hijos un pequeño
testimonio de su mundo laboral, de su mundo de tinieblas, de esfuerzo, de
peligro y de esperanza; un mundo que aquel día, afortunadamente, había acabado
ya. O eso creía Juan.
De pronto se abrió la puerta de la casa de baños,
y en el umbral apareció a contraluz la figura del lampistero. Antes de que
hablara ya supo que el reunirse con los suyos tendría que aplazarse. Aquella
visita inesperada no era preludio de algo bueno. En la cara del hombre se veía
la preocupación, se leía la noticia y se adivinaba el drama.
-¡No marchéis!, falta Fulano; no ha entregado lámpara.
¡Ha sido en la 3ª!
La reacción del picador fue instantánea, rauda
como golpe de látigo. La vida de un compañero demandaba, urgente, su ayuda;
generosidad a su corazón; y esfuerzo, otro poco más, a sus brazos. Arrojó
contra el suelo lo que quedaba del cigarro y voló a la percha. Se desnudó con
celeridad, y al vestirse de nuevo las ropas de trabajo una fría humedad abrazó
su torso de atleta. Era su propio sudor de antes.
Corrieron a la boca del pozo y pidieron jaula.
Mientras llegaba, Juan miraba hacía arriba, hacía los gruesos cables que se
tensaban oscilantes desde lo alto del castillete ¡Dios, qué lentos iban! Al fin
aparecieron las gruesas cadenas donde pendía el ascensor y enseguida, con ruido
violento de taques, apareció la jaula; sucia, negra... tétrica. Saltaron a ella
y dieron la señal de descenso. Pronto la enorme boca del pozo fue solamente un
punto lejano y redondo de luz allí arriba. Mientras, ellos se hundían en lo
oscuro, en lo profundo... en el infierno. Solo la tenue luz de las lámparas que
llevaban colgadas del cuello iluminaba un poco el entorno y sus caras, sirviéndoles
de referencia de vida.
Llegaron a la 3ª planta, saltaron de la jaula y,
sujetando contra sí las lámparas, corrieron, corrieron... dos, cuatro, cinco
kilómetros ¡Quien sabe cuantos! El hundimiento había sido en una galería, y
cuando llegaron ya se hallaban allí algunos compañeros. En primer término,
volcado, lleno de escombro y parcialmente atrapado por el derrabe, había un vagón.
-¡¿Dónde está la herramienta?!
-Han ido a buscar las palas.
-¡Vamos a quitar este vagón!
- No se puede, pesa mucho.
-¡Caguen D..., agarraros ahí!
Estalló la blasfemia sin intento de injuria;
rotunda, brava, cargada de apremio, de urgencia por la vida de aquel compañero
sepultado, de ánimo para los demás, de angustia... de heroísmo. Aún no se había
extinguido del todo su eco, aún rodaba galería adelante rebotando de poste en
poste cuando el vagón, obligado por unos cuantos pares de brazos hechos de
nervio, de músculo y de esfuerzos, dejó expedito el camino.
No habían llegado las palas. Juan se tiró de
rodillas allí donde el vagón había estado y empezó a escarbar frenéticamente
con sus propias manos. Ya no se acordaba del cansancio, no le dolían los cortes
que en ellas se hacía con los lacerantes costeros. Delante de él, en algún
lugar debajo de aquel montón de piedras, tierra y carbón, estaba un hombre como
él, con las mismas inquietudes, con los mismos anhelos, con los mismos miedos y
con una familia como la suya. Estaba un compañero que jugaba, quizá, la última
partida con la muerte y él, Juan, quería poner en su mano un naipe de triunfo
... de vida.
No pudo ser. Al poco tropezó con algo metálico,
redondo y hueco: el casco
-¡Aquí está!
El hallazgo hubiera inyectado nuevos bríos en el
ánimo del picador, si es que hubiesen decaído. Pero no; seguía apartando
costeros y tierra con el mismo coraje que al principio, con la misma entrega...
con la misma furia. Enseguida sus manos encontraron la cabeza, aún caliente,
del accidentado. Estaba muerto. Juan Matías continuó apartando escombro, pero
ya con lentitud, limpiando delicadamente la cara del compañero caído, que se
hallaba con la boca abierta y llena de tierra mirando al cielo, un cielo que
nunca más vería y que le había negado la oportunidad de seguir viviendo.
Ocurrió en la década de los 50, en la 3ª planta
de Nueva Montaña, en Ablaña.
Juan Isaac Sánchez García,
Actas del Cuarto Encuentro de Escritores de la Mina
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