Los últimos druidas
Aquellos veranos
de la infancia
Celso Peyroux
de la infancia
Celso Peyroux
Quedamos en que el mes del emperador romano era el tiempo de la hierba. El sol, como ahora, era trascendental y cuando el gallo de Quico Valiente entonaba su balada matinal y el cielo estaba azul, todo el mundo arriba para empezar la faena. Había que sacar la hierba de las veredas para que secase con los rayos del astro rey por todo el pastizal y se le iba dando la vuelta para un mejor secado. Con el último bocado entre los labios, de pronto, un frenesí inusitado se desplegaba por todas partes: garabatos, horcas, forcones, brazos y piernas volaban de un lado para otro haciendo balagares y “pañando” el heno hasta no dejar ni una brizna en el prado. Luego, las “l.lurias”, los carros, rastros, y buenas cargas sobre los hombros –como hacían los vecinos de Arbechales- se iba llevando para los pajares donde empezaba la fiesta juvenil. Ante el temor al Nubeiru, se decía que la hierba no estaba recogida hasta que no estuviera bajo techo. Me contaban que D. Eladio, el cura de La Somoza –buen cazador de osos y mujeres-, cuando vislumbraba la amenaza de una nube de verano por Santa Cristina gritaba: “¡Hala, hala lus homes ya lus nenus con esparbas y forcones y you a brazaus cun las mucheres”.
Y con San Pedro llegaban los primeros días de la hierba. Qué listas eran las gentes de entonces porque durante todo el mes de julio no había fiestas (salvo el imperativo de Franco), ni ferias de ganado y todas las romerías se concentraban en agosto. Había que recoger el heno para el invierno y luego tiempo habría para festejar al santo patrono, bailar, cantar, charlar, comer bien y beber algo más de la cuenta. No había máquinas y todo se segaba a golpe de guadaña. Recuerdo la cuadrilla que a las seis de la mañana venía al Praopalacio. Había al menos quince segadores que tardaban media hora en terminar un “marayu”, contado el tiempo por la campana del reloj de Las Consistoriales. Cantaban los dalles de las “Dos liras”, “Toros” y más tarde la “Bellota” en una hermosa sinfonía metálica semejante a las voces de una masa coral. Se afilaban a los quince pasos y así toda la mañana para almorzar al mediodía junto al río, una pequeña siesta, el “cabruño” de los aceros y vuelta a empezar hasta terminar el pastizal bien entrada la noche. Los guajes “esmarayaban” detrás de los segadores –con su fiesta particular- dejando diáfana la hierba para secar y esperar a la mañana siguiente otro día de labor. Hasta entonces.
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