viernes, 12 de mayo de 2017

El desván de los vencejos azules, nuevo libro de Celso Peyroux

Celso Peyroux presenta en Oviedo y en Gijón su nuevo libro, El desván de los vencejos azules

Celso Peyroux: El desván de los vencejos azules

El acto en Oviedo, tendrá lugar a las ocho de la tarde del miércoles 17 de mayo en el Club de Prensa de La Nueva España. 
El acto en Gijón, tendrá lugar, también a las ocho de la tarde, del martes 23 de mayo, en el Antiguo Instituto Jovellanos.

"Después de ocho años de silencio narrativo vuelve el autor
de La sombra de un Dios ausente, El manuscrito azul, Hasta que en el cielo toquen las aves y Lobos de luna negra con una nueva entrega de ficción y prosa poética  en su estado más puro y deleitoso.
De la mano y pluma de sus maestros preferidos,
de quienes se considera su discípulo: José Saramago con su humanismo social “Se hace necesario avanzar hacia atrás para recoger a quienes se quedan por el camino”
y “la indignación sin violencia y la insurrección pacífica”
de José Luis Sampedro, nos presenta en
El desván de los vencejos azules
la alquimia mágica y misteriosa del cuento;
el embrujo de la leyenda trepando por
el muro de un castillo en busca del suceso fabuloso y el relato costumbrista del mundo rural y sus druidas en el País de Siempre y un Día. Celso Peyroux no establece apartados definidos,
dejando como premisa
la complacencia de la lectura y que vuelen sus páginas–como las alas del vencejo azul– para que sea el lector quien escoja, en libertad,
el lugar literario preferido.
No obstante, el conjunto de la obra mantiene una unidad, en el tiempo y en el espacio, teniendo como escenario  los valles verdes y luminosos de Falgueiro, en las Tierras del Norte." 
Contraportada del libro editado por Tebrigam Diligentes

Libro: El desván de los vencejos azules, Celso Peyroux

LAS  SOMBRAS   DE  LA  NOCHE*
Celso Peyroux

     Si la bocamina era el pórtico hacia la oscuridad inmensa y el adiós a la luz del día, la infancia, como el lucero del alba, era el umbral de secuencias que se remontan a lo que uno ha sido y al  sentir y vivir de quienes  trabajaron, penaron y murieron en las galerías de la noche eterna en las tierras donde nos nacieron.
     La verde alfombra de Falgueiro se extendía por tres frondosos valles en el País de Siempre y un Día. Era un bello solar rodeado de altas montañas cuyas cumbres besaba la nieve en tiempo de invierno; reían los ríos entre los alisos, cantaba el urogallo en los hayedos, alegraban los cielos las golondrinas y los vencejos azules con sus vuelos; olía el aire a heno y manzanilla y, por la seronda, se cubrían las hojas de los árboles de amarillos ocres y colores bermejos para llevárselas el viento en melodiosos torbellinos dejándolas con suavidad caer en el suelo. Era un lugar mágico y apacible donde –como en todas partes– también rondaba la muerte.

     Tierras odorantes a menta y a castaño, a fresas silvestres y a manzanas donde un día el hombre horadó las entrañas de prados y bancales en busca del árbol sagrado. El helecho gigante que –sepultado vivo cuando la luz del mundo apenas si era una amanecida– iba a convertirse en un preciado mineral que cambiaría la vida y costumbres de hombres y mujeres de Falgueiro constituyendo, la dura labor, un elemento nuevo para la supervivencia.
     El corazón estaba blanco y dolido, alegre y contrito entre frondas de bosques de madera y lámparas encendidas con los copos menudos y pausados que todo lo cubrían.
Son retratos en verde y negro porque verdes eran los prados y negros los rostros de los hombres. Imágenes bajo forma de elegía que cantan y lloran la muerte del amigo, a quien tanto se quería.

– ¿Me das lámpara?
– ¿Qué número tienes?
– La 133.
– ¿Dónde andas picando?
– En la Novena-Sur.
– ¿Con quién?
– Con César Moreno.
– Buen vigilante, sí señor.
– ¿Cómo va la serie?
– Un poco tumbada, pero se pica bien y tenemos poco grisú.

     Estampas  que  recogen  las  más  variadas  instantáneas a través de la melancolía prestas a quedarse para siempre –tal vez ya un poco enmohecidas–en el inextricable y misterioso dédalo de la mente. Unas, las más, tristes y desoladas, como amargo es el mundo de las lágrimas; otras para el deleite, porque la canción del guaje en la sobreguía era la balada de la esperanza, el poema hecho cántico sublime, surgido de las mismas entrañas de la tierra, que por coladeros y ramplas, repuelgos y la caña del pozo subía en busca de la luz hacia los oídos atentos de la amada.

– ¡Máquina, está listo el relevo!
– ¿Planta? –preguntan desde la cabina de extracción.
– Vamos a Tercera.
– ¿Cuánto personal?
– Somos doce.
– Subid.
– ¿Quién es el maquinista? –pregunta alguien mientras la jaula desciende como una libélula por las guiaderas.
– Mario Trespena. Bien se nota.
– ¿Por qué?
– ¿No os parece que bajamos en una nube?
– Sí, entre algodones –alguien ironiza– ¡no te jode!
– ¿Para cuándo la huelga?
– No se sabe, aún.
– ¿Y esta vez por qué?
– ¡Mecagundios, pregunta a los picadores de la Quinta!
– ¿Qué les pasa?
– No hay Dios quien avance en las series y todo son repuelgos y derrabes.

     Tano había nacido –queda dicho– en tierras mineras y, desde niño, había conocido la tragedia y el drama de la mina. Le llegaba lejano el aullido de la sirena, cual osa herida, cuando un hijo de las sombras había sido atrapado por un costero, calcinado por un fogonazo del grisú o sepultado vivo por el derrabe de una serie.
    La venta de la prensa diaria a las gentes de la mina, le llevó a conocer la vida y circunstancias de los hombres, mujeres y niños que formaban la gran familia minera. Su amigo Pecos le había enseñado la cara oculta de la mina y las vivencias cotidianas de una familia minera.

–Paco, ponte a la berrona y dile a Mario que ya llegamos.

     Eran, aquellos días los valles de Falgueiro un hervidero de almas, en ocasiones hacinadas en pueblos y aldeas, que carecían de los mínimos servicios. Barracones maltrechos, sótanos y bodegas transformados en viviendas que  presentaban condiciones infrahumanas. Había visto Tano cómo los rostros negros se volvían solazados y gozaban de la paz del domingo lejos del grisú y del polvo departiendo en el hogar con los suyos; jugando a las cartas y a los bolos; respirando el bálsamo de los castaños y de los brezos y mirando la belleza del paisaje bañado por el sol.
     Había conocido la solidaridad entre los hombres cuando los sindicatos llamaban a la huelga; supo de docenas de manos desolladas y de pechos sin aliento que buscaban sin tregua y con denuedo el cuerpo de un compañero sepultado, mientras otras tantas estaban prestas para el relevo y a la espera un pueblo angustiado de noticias de cuanto ocurría en el interior.

– ¿Y aquellas lámparas en el Crucero?
– Serán los del relevo.
– ¡No! ¡Mecagundios, solo son cuatro y vienen corriendo! –blasfemó uno del grupo temiendo lo peor.

     Tano había conocido a Bárbara, la doncella del castillo y de la palma, conducida a hombros de hombres porque la bella joven era la protectora de la mina y para ella había –al menos, una vez al año– flores, dinamita, canciones y plegarias. Supo por vez primera de la blasfemia y del temblor de las hojas y del viento cuando alguien la profería. Luego le dijeron que era también una plegaria y un recuerdo hacia el Hacedor del mundo, porque Alfonso Camín, así lo dejaba escrito en un poema: “La blasfemia, a veces, es la oración del minero”.

– ¡Qué mecagundios pasa aquí!
– Es Floro, el de Encarna.
– ¿Cómo fue?
– Estaba pinchando un coladero y se le vino el carbón encima.
– ¡Yo vuelvo con ellos!
– ¡Y yo también!
– ¡Y yo…!
– ¡No, hostia, no!
– ¿Por qué, joder, por qué?
– ¡Mecagundios, quedó enterrado Suso Fidalgo y necesitan gente!

     Durante aquellos años había conocido los rudos modales en el comportamiento y, a veces, cómo el alcohol hacía tambalear hombres como robles, para amortiguar y hacer más llevadera la dura labor cotidiana. Supo de su nobleza a flor de piel, de su tristeza y del dolor popular cuando a muerto doblaban las campanas por uno de los nuestros. Vio lucir muchas veces el crespón negro en la solapa y en el brazo y viudas enlutadas y huérfanos de la mina. Contempló cientos de rosas y claveles crecer sobre las losas blancas del camposanto y rostros endurecidos llorando como niños. Supo, en fin, del dolor humano en su quintaesencia.
     Cuando cuatro días después, llegaron la brigada de salvamento y el auxilio de los compañeros al lugar del siniestro, el cuerpo de Suso Fidalgo yacía sin vida con la cara amoratada.
     Al día siguiente le daban sepultura en el camposanto de Santianes. El dolor se palpaba en la tierra, mientras un bando de vencejos azules volaba por encima de la muchedumbre.
     Negras bajaban las aguas y algunos niños recorrían las orillas del río, entre las canales que se habían instalado para recuperar el carbón que se escapaba de los lavaderos recogiéndolo en baldes y llenando sacos para luego venderlo. Los más osados despistaban al guarda jurado y cruzaban el  río hasta llegar a las escombreras y las tolvas. Mientras los más arriesgados y cuasi suicidas, se montaban en los vagones y arrojaban las piedras para luego, bajarse en marcha jugándose la vida, y meter para un costal el carbón esparcido a lo largo del itinerario.

– ¿A quién se lo vendes?
– A Mauricio, el sastre.
– ¿Y cuánto te da por ese saco?
– El mes pasado me hizo unos pantalones bombachos.

     Los jueves por la tarde era tiempo de asueto escolar y, entonces, se subían en uno de los trenes hasta el verdadero corazón de las minas.
     Aquel día a Tano lo acompañaba Daniel Montejo, a quien todos llamaban Pecos: la sombra de su sombra, la sombra de su mano. Su alma gemela. Era un mote que le había puesto Macario Lapita, porque en las aguas del Banzao decía que  nadaba como un sapo, siendo el mejor de todos. De ahí Sapejos, más tarde Pejos, por acortar el nombre, y, finalmente le quedó Pecos, para siempre, tal vez por la cantidad de pecas que su madre llevaba en la cara y los brazos. De aquella, era muy común el matriarcado y así niños y hombres portaban el nombre de sus madres y esposas: “Lelo, el de Gelina”, por ejemplo.
     Paradojas del destino, Macario Lapita –que iba para cura– no sabía nadar y un día por presumir delante de unas chavalas de Madrid –que llegaban con bañadores estampados muy llamativos y estaban la mar de buenas–, se puso a cruzar el rabión y al resbalar en el musgo se fue de cabeza, o de culo a la poza. Cuando Fael el de Logio, Andrés Ochoa y Paco Siso lo sacaron, ya medio ahogado, le salía el agua hasta por el ombligo. Lo primero que hizo, nada más reponerse fue exclamar: ¡Caracoles!
     Pecos fue el amigo más fiel y entrañable de Tano. Era un bohemio que amaba la música, ponía nombres a las estalagmitas de la Cueva Huerta, dibujaba que era un primor con aquellos dedos tan largos y tan finos, parecidos a los de Juanita  Murias que todas las noches deleitaba al vecindario, desde la galería de su casa, con una sonata de Mozart al piano o cantando, con una bella voz, una romanza de La Traviata. Pintaba sobre la pizarra del pupitre con el pizarrín, en el encerado con tiza cuando no estaba el maestro y en el dorso de los papeles inservibles que tiraban los hermanos Infantado del ayuntamiento o del juzgado. Sus mejores dibujos eran, sobre todo, los del Guerrero del Antifaz, los del Cachorro y las cabezas de caballos. Todo se le daba como la gloria y hasta aprendió a tocar la guitarra con Alfredo, el gitano que, con su prole vivía en uno de los hórreos de Milanera.
     Decidido, valiente, temerario, pendenciero y audaz tomaba decisiones que rozaban siempre la línea roja y a veces la traspasaba. Estos arrojos y valentías estuvieron a punto de costarle la vida en varias ocasiones: batacazos en bicicleta, caídas desde las cañas podres de los árboles a los que trepaba como una ardilla, tirar un tiro al aire, inmersiones a más de cuatro metros en el Banzao, escalada a los palos del tendido de la luz y el tirarse en marcha de los trenes sin haber nunca roto ni un hueso.
     No iba de muy buena gana a la escuela de don Artemio. Aunque era un buen maestro estaba chapado a la vieja usanza por aquello de: “La buena letra con sangre entra”. A Pecos lo tenía siempre sentenciado y la bofetada y los tirones que se escapaba de sus fuertes manos, siempre iba a parar a su cara y a sus orejas.

- ¡Algún día me las pagará!

     Pero todo se iba en espuma de sidra porque en su corazón no había un lugar para la venganza. Sin embargo, le hacía muecas y picardías por la espalda, y en una ocasión al cogerle burlándose de él, le dio tal panadera que nunca más  volvió a colocarle un muñeco en la bata.

– A ver, Cándido, hoy toca Santa Teresa de Jesús, dime lo que sepas.
– Teresa de Cepeda fue ahumada en Ávila y…
– ¡Cállate, zopenco!

     El maestro se puso a reír a carcajada limpia mostrando sus muelas de oro y toda la clase se espatarraba con él. Y con las mismas le preguntó a Floro que era más bruto que un arado.

– ¿Y qué quiere decir eso de “Vivo sin vivir en mí”?
– ¡Eso no lo entiende ni Dios! –y cogiéndolo por las orejas se las retorció como si fueran las hojas de una mazorca.

     Años más tarde, Pecos se marchó a vivir al sur con la hija de un minero que había llegado de Dos Hermanas en los años cincuenta. Se enamoró de ella como un urogallo y pasó algún tiempo a orillas del Guadalquivir donde no llevó una vida demasiado lícita. Una noche en una tasca de Triana conoció a Antonio, El Lobo, y aquel encuentro lo perdió porque le hizo dar con los huesos en la cárcel. Luego viajó a París, Dusseldorf y a varios lugares de la América latina. El contrabando de droga y la venta ilegal de piedras incaicas le hicieron ser detenido en la Villa y Corte para purgar de nuevo tras los fríos hierros de otra cárcel.
     Contemplaban los dos amigos, aquella tarde, los cangilones y baldes deslizarse por cables aéreos, los vagones subir y bajar por el plano inclinado, el cuarto de los compresores, la caseta del ventilador. Metían la nariz por entre las rejas del botiquín para ver quién era el último herido de turno y se acercaban a la lampistería viendo cómo los mineros retiraban o entregaban la lámpara, mientras el lampistero colocaba una ficha de bronce numerada sobre un tablero.

– ¿A qué relevo anda tu padre?
– Mi padre ya no trabaja. Se retiró el mes pasado.
– ¿Por qué?
– Porque tiene el segundo grado avanzado de silicosis.
– ¿Y eso qué es?
– Que tiene los pulmones llenos de carbón.

     Querían acceder al polvorín, pero la puerta estaba vigilada a cal y canto y una vez, un guardia civil les tiró de las orejas.

– ¡Y que no os vuelva a ver por aquí!

     No les quedaba nada por escudriñar hasta el punto de que una tarde visitaron las cuadras de los mulares; eran hermosos animales que comían pausadamente grano y paja molida, que miraban a la pareja con ojos vidriosos y tristes por la suerte que les había caído encima.

– ¿Cuál te gusta más?
– El que levanta la pata para rascarse el hocico.
– ¿Por qué ése?
– Porque tiene unos huevos como el percherón de don Gerardo.

     La fragua de Quico y de Manolo era, en fin, la última visita, viendo cómo, al rojo vivo, perfilaban punteros y barrenas y los templaban sumergiéndolos en un barril de agua. A veces, se llegaban hasta la bocamina para ver en la distancia cómo se iban acercando las lámparas del relevo saliente o, por el contrario, cómo se iban convirtiendo, poco a poco, en luciérnagas, ahogadas por la densa oscuridad y la distancia, las de los mineros que comenzaban la jornada. Luego, otro tren de regreso y vuelta al pueblo no sin antes lavarse en el río, de manera cuidadosa para evitar conflictos en casa. En Pradacón –asentadas en una encrucijada a mitad de camino hacia las minas– estaban situadas las oficinas, la dirección de la empresa hullera, el basculador, los lavaderos, los talleres y, sobre todo, la explanada donde maniobraban las locomotoras que bajaban el carbón a Trubia.

– Oye, Pecos, ¿por qué a tu padre le llaman Amador “el Rojo”?
– Porque en Toreno todos los mineros eran comunistas.
– Y ¿ahora?
– No quiere que se hable en casa de estas cosas. ¿Y el tuyo?
– Un día oí decir a mi madre que era un “camisa vieja”.
– Y eso, ¿qué es?
– Eran los más valientes de la Falange.
– Mi padre sí que era valiente. Anduvo a balazos en Ventana y luego se escondió en la Cueva Huerta.
– Pues el mío ya no es más falangista.
– ¿Por qué?
– El otro día mandó a la mierda al alcalde y nos quieren echar de la buhardilla.
– Y ahora, ¿qué?
– Le dijo que le iba a dar un par de guantadas.
– Pero lo meten preso.
– Tenemos la llave de la cárcel y se tirará al monte.
– Como el mío.
– Pues eso.

     Silbaban las locomotoras con el canto del gallo, rebosantes de vapor y con una trenada se abrían paso a través de desfiladeros, túneles, pastizales, pueblos, hoces, gargantas y puentes, por uno de los más bellos parajes que pueda ofrecer la naturaleza. Maquinistas y fogoneros manejaban con destreza frenos, reguladores, areneros, la alimentación de la caldera y el engrase. A ellos se unían los intrépidos frenistas que saltaban de vagón en vagón, como verdaderos funambulistas, para que el convoy no se desbocara y hombres, hierro y carbón se precipitaran al río –como tantas veces ocurrió a lo largo de aquel itinerario– escribiendo páginas estoicas a sangre, frío y fuego. Por la forma de silbar las conocíamos los niños de manera inconfundible. Había toques de silbato que rayaban la perfección de la semiótica, cuando, alguno de los más hábiles comunicadores advertía, entrada la noche y columbrándose las luces del pueblo, a su esposa cómo había resultado la jornada y el menú preferido que el ferroviario deseaba para la cena.

– Ése es Chema, el de Gradura, con “La Felgueroso”.
– No, ése es Ferino, el de La Campa; te lo digo yo.
– ¿Y por qué lo sabes?
– Porque le está diciendo a Ladia que la va a montar esta noche.
– Tú siempre tan empalmao. Ése es Xulio Agustina, que parece estar tocando el acordeón.

     Había muchos y buenos gaiteros: Floro Regina, Juan Huerta, Suso el Margallo, Julio Fresnedo, Rogelio Quintanal, Mino Berruelo, Goyo Carrea, Julio Lospiciano, Juan Cuña, Adolfo Fuxó, Avelino Focella… pero Xulio, Ramón “El Listero” y Serafín Drada eran los únicos parroquianos que tocaban el acordeón en Falgueiro.
     De todas las locomotoras la preferida por todos los nenos era La Americana con su melodioso silbido que, poco a poco, se fue apagando, como si hubiera cogido un constipado entre las corrientes de los túneles y las fuertes heladas. También lo era La Rata –pequeña, pero veloz– con su frenético galope, en las vías de arriba, por los cortinales de Las Paradiellas, sembrados de escanda, con los dos matafuegos en los pescantes dispuestos a apagar las numerosas chispas que despedía. Iban provistos de grandes escobones corriendo aquí y acullá para luego engancharse al vagón de cola, en proeza circense, teniendo, muchas veces, que retornar a pie una vez extinguido el incendio cuando ya el ruido de La Rata se perdía a lo lejos. Sin lugar a dudas, una de las estampas imborrables la protagonizábamos los niños cuando las locomotoras que habían resoplado como bueyes por la dura subida, hacían un alto en el camino, por razones de maniobra y era, entonces, cuando los niños gozábamos entre la niebla del vapor que salía a raudales por válvulas, toberas y émbolos entre el alborozo infantil que trasladaban a los maquinistas, buscando ellos la niñez perdida.

– ¿Será el cielo así?
– ¿Cómo?
– Entre nubes blancas y la sonrisa de Dios.
– ¡No hay Dios, a ver si te enteras!
– ¿Y quién te dijo eso?
– Mi padre.
– Pues mi madre dice que está en todas partes.
– Sí, menos en el coladero donde se mató Suso Fidalgo.
– Y la Virgen de la Calderina, ¿qué?
– Eso es otra cosa.
– ¿Por qué, a ver?
– Dice don Valentín Alba que es la Madre de todos.

     Una tarde decidieron entrar en los terrenos donde estaban ubicados los talleres. Querían, sobre todo, oír de cerca, el bramido de la sirena que a las cinco y media de la tarde invitaba a los obreros a abandonar sus puestos de trabajo. No era una aventura fácil porque muy cerca estaba la garita de Fidel el guarda jurado y, de la otra parte del río, la casa cuartel de la Guardia Civil. Y es que el comandante de puesto era un cabo, de malas pulgas, al que llamaban Fabián y daba unas guantadas como pianos al menor atisbo de “conducta improcedente”. En general los guardias se llevaban bien con el vecindario y echaban juntos la partida a las cartas en La Parra o en Casa Pío. Al final Tano y Pecos decidieron colarse por un buraco que la gente había hecho para coger agua en la fontana de Bichareche. Para más señas, porque aún quedan las ruinas, de la parte de abajo, y frente al economato de la empresa, estaba, aislada del pueblo, la casa de Manuelo Caizán que tenía una hija llamada Humildad que a todos nos gustaba.
     No acertaron bien aquella tarde porque dos días antes, Félix Salvador, uno de los tres frenistas que se ocupaban de la velocidad de las trenadas, cayó a la vía al saltar de un vagón a otro y las ruedas del convoy lo dejaron hecho trizas.

– ¿Quién sufrió más, Pecos, Suso o Félix?
– Suso, porque se fue quedando sin aire en los pulmones.
– Sí, ¡pero que te pasen las ruedas por encima! ¿qué?
– No se enteró. Mi padre casi se muere en una quiebra en Toreno. Cuando lo sacaron ya casi no respiraba.
– ¡Qué valiente!
– Un día nos lo contó y nos pusimos todos a llorar.
– Dice mi madre que nos morimos porque nos llama Dios.
– Ya te dije que Dios no anda en el mundo de los vivos.
– ¿Y entonces por qué la gente dice “¡Ay, Dios mío!” cuando pasa algo?
– ¡Yo no lo digo!
– ¡Mentira! Porque cuando te enganchaste al cable de la luz en Los Carbachos dijiste “¡Ay Dios! ¡Ay Dios!”.
– Se me escapó.

     Había rostros tristes entre el personal y por eso no hablaron con nadie. Solo se limitaron a mirar por las grandes cristaleras cómo giraban las ruedas y daban vueltas y más vueltas la poleas que tiraban de las máquinas. Tano se quedó delante del torno viendo a José Manuela sacando virutas de una pieza de hierro y el Pecos se paró en la ventana, con las palmas bien ceñidas entre los cristales y los ojos, viendo cómo Jacinto, el de La Colada y Antón Tanasio se aplicaban en los filamentos de una bobina. A Pecos le gustaba mucho el misterio de la luz. Hubiera sido un buen electricista. Bueno, hubiera sido lo que quisiera porque sabía de todo y todo se le daba bien.
     En estas, que los sorprendió el griterío de la sirena y salieron  –¡como alma que lleva el Diablo!– a todo correr y no pararon hasta los bancales de La Muela.

– Cuando sea mayor, me quiero ir de aquí.
– ¿A dónde?
– A trabajar a la “Bronboberi”.
– Y eso, ¿dónde está?
– Es una fábrica de luz en Suiza.

     Varios años después Pecos se marchó por aquellos mundos de Dios y Tano se quedó para ser niño minero antes de cruzar, también un día, los Pirineos.
     Tano se quedó para conocer el ruido infernal de los martillos y de las detonaciones; la rudeza del pico y de la pala; el peso de las vagonetas entre paredes rocosas de color a sangre; la blasfemia y la muerte. Decían que era la mina más alta de Europa y él se lo creía y estaba orgulloso de estar tan cerca del reino de las águilas y de las nubes, despreciando el peligro y el mísero salario del miedo y de la nieve. La llamaban Mina Santa Rita, allá en los lagos de Somiedo, tan bellos como una esmeralda y tan rojos como una cara embadurnada con la carne bermeja de cerezas negreras.
     Retratos –para la nostalgia y el  recuerdo– en verde y negro porque de menta estaban hechos los prados y los bosques que rodeaban Falgueiro y eran como la noche los rostros de los mineros.
*Capítulo de la novela:  EL DESVÁN DE LOS VENCEJOS AZULES

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