jueves, 23 de marzo de 2017

Adolfo Barthe Aza, por Celso Peyroux


Unidos por la piel de la música
Con Adolfo Barthe Aza se me van de las manos la gente de bien y los mejores
Celso Peyroux

El  amigo es la respuesta a nuestras necesidades y hay siempre que buscarlo durante las horas vivas de la existencia porque ha de ser él quien llene y comparta sombras y gozos y  el abismo de nuestros vacíos.
Hubo siempre entre Adolfo y yo una bella amistad nacida con el diálogo, una mutua empatía y la suave y melodiosa piel de la música.
Todo empezó hace de esto muchos años -muy pronto el medio siglo- en un encuentro casual en una sidrería de Colloto. Dos grupos de amigos en rincones diferentes celebrando algún evento o con el hermoso gesto de estrechar lazos. La voz humana -que todo lo puede- afinada, en las notas musicales de un pentagrama colectivo, reunió muy pronto a los integrantes de ambas mesas en una alegre “endecha”.
La amistad al desnudo, como cuando se le quitan a un poema los senderos de la rima y se aventan al aire las retóricas y los preciosismos, hasta depurar la esencia de la palabra, es sin duda un arroyo de bienestar y de sosiego. Y fue así, sin ir más lejos como Barthe y este cronista nos unió para siempre esta Diosa sublime.
Pasan y pesan los años y una tarde, en el Patio de los Gatos del Reconquista se unía por vez primera mucha gente para poner en marcha la Fundación “Príncipe de Asturias”. Pantalones tejanos, con zuecos y sin corbata, deseaba entregar al Rey Juan Carlos mi primer libro: “Teverga, Historia y vida de un concejo”, escrito con varios colaboradores (Dolores Medio, Víctor Alperi, Nacho Ruíz de la Peña, X. Ll. García Arias…) y prologado por Juan Antonio Cabezas, con quien tanto quería.
En una de las páginas estaba el Rey fotografiado en una cacería de osos por los montes teverganos. No hubo suerte. El plantígrado -que no entiende de condiciones sociales- no quiso salir a las esperas y Juan Carlos de Borbón regresó a Madrid con la promesa de volver algún día. Había pasado unas bellas jornadas en compañía de amigos, sobre todo la de Castorín Cañedo y la de los monteros que le habían acompañado en las batidas.
Más solo que la una, no sabía a quien tenía que dirigirme para acercarme al Monarca. Y en estas que aparece Adolfo, tras unas amplias gafas oscuras y explicado el tema que me traía, nos llegamos ante el Rey para entregarle el libro. Pronto se acercaron Graciano García, el Príncipe Felipe y otras buenas gentes que asistían a la reunión. Casi un cuarto de hora departiendo con el Rey que se acordaba de los días vividos en las tierras donde me nacieron. Sonrisas, agradecimientos y una grata despedida me habían hecho conocer al Rey de España, persona cercana, plena de simpatía y campechana donde las haya.

Barthe Aza, Celso Peyroux, Juan Carlos rey

Desde entonces, las sonrisas, abrazos y las buenas maneras unieron para siempre al hombre bueno -experto en la piel del cuerpo humano y el alma del hombre- y al cronista. Pero, es decir además, la voz hecha música fue el nexo entre los dos amigos por todas partes donde se encontraban. En las sobremesas, siempre había un “cantarín”: Cudillero, con el recordado -amigo del alma- “Viriato”, La Foz, Teverga, Colombres, Boal, Figueras, Los Oscos… y por todas partes donde tiene su buen hacer la Fundación “Princesa de Asturias”
Adolfo y Mercedes siempre juntos. Una imagen que llevo conmigo a todas partes.  Sabio, profundo, tolerante, prudente, alegre… y Amigo.
Un amigo sincero hace que brille, en las pupilas de nuestros ojos, el devenir de una suave luz que, aunque tenue y distante, conduce a la esperanza. Barthe es una de esas luminarias que nunca se apaga.
Jamás las almas que soportaron y compartieron penas y júbilos se dejaron abatir por las desgracias, porque en la amistad nacen las palabras, los deseos colectivos y los pensamientos abnegados.
Sólo la Dama del Alba acaba con los seres que se aman, pero nunca con el recuerdo de cuanto fueron. Y así, se pierde un amigo y se apaga en la noche una estrella. Un día la ausencia se ampara de aquello que fue vida y parte de nosotros mismos, y estamos obligados entonces a  caminar el resto de la vida con el alma de un amigo pegada a nuestro cuerpo como si fuera nuestra propia sombra. 

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